Emprender es mi amor. Mi primero, segundo, tercero y cuarto amor.
Nada me es más importante que, cuando la vida me da la opción de saltar, escoger siempre el trampolín más alto. Dicho de otra manera, mi amor por emprender es exactamente proporcional a mi amor por la vida.
Les recuerdo, mi nombre es Máximo Macario Jiménez Ortiz del Cerro. Lo hago porque estoy convencido de que las palabras son mucho más importantes de lo que usualmente pensamos. Y la palabra más importante en el mundo para cada persona es… ¡su nombre! Si recuerdan esto, habrán aprendido una de las grandes lecciones de la vida que les abrirá incontables puertas (si esas puertas los llevan a un basurero o a Disneylandia, eso ya depende de su sagacidad y pericia intelectual o falta de, queridos lectores).
Mi primer gran fracaso fue a los 11 años. Puedo decir con orgullo que mi primer gran éxito fue a los 12.
Mi prima Nabia tuvo que ver en gran medida con esta dulce y seductora experiencia. Como sabrán (y si no lo saben, hagan el ejercicio de leer el primer artículo, publicado hace escasas semanas), tengo un refinado gusto por la leche de cabra, el cual descubrí gracias a mi prima.
Estaba yo observando la singular curvatura de mi nariz —que muchos, por cierto, consideran aguileña y probablemente fea—, cuando de pronto escuché un tremor en la sala de al lado y una vociferación digna de maestro de ceremonia del infierno gritando: “¡Zambaaa, estás zambaaaaa!”. Mi pobre prima, al no haber sido dotada de un nombre común y aburrido, ha sido frecuentemente objeto de lo que hoy se denomina como bullying, y desarrolló una sensibilidad un poco exagerada y agresiva al respecto.
Mi primo Jencho, que en ese momento era el perpetrador de la broma, salió corriendo para evitar ser justamente torturado con un gran jalón de pelos por su prima, al menos 15 cm de alto y 45 cm de ancho más grande que él. Mi prima, al no ser tan hábil con sus pies (lo cual me hace reflexionar que tal vez mi primo no la estaba bulleando, sino simplemente dando testimonio de una verdad), salió tras él, y al doblar en la esquina de mi cuarto, se estrelló en seco contra mi espalda.
Mi siguiente imagen fue algo atípica. Recuerdo el sabor a sangre en mi nariz y boca, y una gran confusión mental, a la cual no estoy acostumbrado. Lo extraño y relevante de esta historia fue que acto seguido de yo abrir los ojos, mi prima Nabia derramó una taza de leche de cabra en mi cara, y fue justo en ese momento que conocí ese sabor único que me ha sido tan fiel compañero durante mis 42 años.
Inmediatamente supe que la leche de cabra combinada con un sabor amargo podría crear una bebida altamente popular y rentable a un mercado bien segmentado, es decir, niños de mi edad.
Horas después, y con tapones de papel en la nariz, preparé mi primer café con leche de cabra, y a Nabia y a Jencho pareció gustarles (ahora entiendo que estaban más preocupados por mi sanidad que por el sabor del café). Siendo el emprendedor nato que soy, ese mismo mes logré vender 40 cafés con leche de cabra y obtener la mayor ganancia que jamás hubiera tenido a mis 12 años.
Hoy comprendo que esas 40 ventas no fueron consecuencia de un gran producto (ahora sé que la exquisita combinación que tanto disfruto es solo para paladares muy selectos y escasos), sino de una gran historia y del límite estomacal de mi primer círculo familiar (cada primo y tío me compró exactamente dos bebidas, y nunca más me volvió a comprar).
Muchos catalogarían el café con leche de cabra como algo nauseabundo, pero ni una sola persona pudo resistirse a la historia de mi prima Nabia, y como gracias a que su tatarabuela vivía en un rancho con cabras (y curaba todo con leche de cabras), pude yo encontrar una bebida exquisita y lograr ventas y una gran ganancia con ellas.
Lo que yo descubrí a mis 12 años y quisiera compartirles, queridos lectores, es que las personas no compramos productos: compramos historias.
Es fácil caer en el error al pensar que compramos diseño o tela o calidad. Esto es un error garrafal. Lo que compramos nunca es una prenda, sino la historia que nos relatamos a nosotros mismos sobre esta o aquella prenda, y la historia que viviremos al contar con ella.
Recuerden, el primer y último paso para emprender es vender historias.
Los dejo, deseándoles que puedan encontrarse con una prima o amiga de nombre raro, y que la vida les dé golpes sorpresa que los hagan probar y pensar cosas diferentes.
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